27 Mar 2012

Night thoughts (errantes y errando)




Todo el mundo puede equivocarse. Por eso los lápices vienen con una goma en un extremo. 

Lenny (Los Simpson, 1989)




Le preguntaron a Mahatma Gandhi cuáles son los factores que destruyen al ser humano. Él respondió así:

«La Política sin principios, el Placer sin compromiso, la Riqueza sin trabajo, la Sabiduría sin carácter, los Negocios sin moral, la Ciencia sin humanidad y la Oración sin caridad. La vida me ha enseñado que la gente es amable, si yo soy amable; que las personas están tristes, si estoy triste; que todos me quieren, si yo los quiero; que todos son malos, si yo los odio; que hay caras sonrientes, si les sonrío; que hay caras amargas, si estoy amargado; que el mundo está feliz, si yo soy feliz; que la gente es enojona, si yo soy enojón; que las personas son agradecidas, si yo soy agradecido. La vida es como un espejo: Si sonrío, el espejo me devuelve la sonrisa. La actitud que tome frente a la vida, es la misma que la vida tomará ante mí.
El que quiera ser amado, que ame»

Yo no soy Gandhi (¿alguien lo duda?), sino más bien uno humano, demasiado humano, como diría Nietzsche, y tan humano que, a pesar de haber comprobado —experienced, como dicen los ingleses— a lo largo de su vida que lo que dice Gandhi, ese grandísimo cronopio, es una verdad tan sencilla como grande, se le olvida y vuelve a tropezar una y otra vez con las mismas piedras. Las mismas piedras que —será que con la edad a uno se le modifica la visión— a pesar de ser las mismas en contenido, en continente parecen ser cada vez más grandes, cuando se presentan  allí, en el medio del camino que uno recorre. Y tan grandes que parece casi imposible no tropezarse otra vez con ellas.

Esta reflexión de andar por casa (no soy capaz de otras reflexiones que no sean así, muy caseras, con cierto olor a col cocida, pimentón y sábanas de dos semanas con aroma a humanidad) le surge a uno porque en las últimas dos semanas, tras un sorprendentemente largo período de equilibrio y ecuanimidad, este servidor se ha tropezado con tanta piedra que tiene las piernas (y el alma, que siempre es espejo de los pies: el alma se forja en el camino) magulladas de tanto tropezar.

Errare humanum est, decía Séneca, pero perseverar es diabólico (o sencillamente, muy jodido). Y errar, a veces se me antoja pensar, tiene tanto que ver con el tropezarse, y el tropezarse con el andar, y el andar con el errar. Errantes somos, vagabundos que se equivocan una y otra vez, olvidándose de esa verdad cronopial que nos brinda Gandhi (y, sin ir más lejos, nuestras propias experiencias): pretendemos que nos sonrían sin regalar nosotros una sonrisa; que nos cuiden estando nosotros enojados. Qué verdad más simple: cómo voy a pretender que X me sonría si yo le vierto encima mi enojo... Cuando estamos ante al otro (y ante la vida) como decía el cronopio Gandhi, estamos ante un espejo: el de nuestras almas.

En estas piedras se ha tropezado este servidor últimamente, cuando pensaba haber alcanzado un equilibrio kármico de nivel 3 (hay 10, por lo menos, yo soy un principiante). Y es que los equilibrios no se alcanzan: se mantienen. Y con trabajo. Está eso en la naturaleza misma del equilibrio: lo hay cuando la suma de fuerzas y momentos sobre todas y cada una de las partes del cuerpo se anulan. Y eso supone que hay fuerzas en juego. 

Uno reflexiona en bata y pantuflas (es un decir), de manera casera, y las palabras, esas perras negras que a uno le muerden los tobillos, pujan para salir, peo el cerebelo avisa por medio de bostezos ipopotámico que ya es hora, y que quiere desconectar. Le vamos a hacer caso.

Buenas noches

22 Mar 2012

De los diamantes no nace nada



No me conquistes: soy un castillo derruido.
No encontrarás la puerta: cayeron todas ya.
No hay gozne, ni bisagra: se las llevaron las chacalas
(o las tiré yo, por falta de quicios donde incrustarlas).

Ya no duele (casi) nada: el dolor requiere agarre,
una llaga donde hurgar, una grieta en el muro,
y aquí no hay más que escombros.
                                             [y alguna que otra caca de perro]

Y sin embargo.

Llevo ya tanto año mascando este polvo
que he aprendido, mirando lentamente,
que abonar un descampado con diamantes
lo deja yermo.

De los diamantes no nace nada.
De la mierda, nacen flores.
Y puertas.

Abiertas.

21 Mar 2012

Con el mar al fondo, ya sería otra cosa


Hoy me he despertado y he salido a la terraza. Miro lejos, como buscando algo, tal vez el horizonte donde me he perdido últimamente. Pero veo algo distinto. Ayer llegó la primavera. Y justo antes, el domingo, como para estar aquí listas para el gran aquelarre del equinoccio de primavera, llegaron las golondrinas (o vencejos, como bien corrije Ugo).


Siempre las/los descubro el día en el que llegan. Hay algo diferente en el aire que me despierta por la mañana (duermo con la ventana abierta): el aire se ha llenado de notas, de grititos, de burbujitas.

Estoy tristón. Con el invierno se han acabado otras cosas y éstas han dejado un repentino vacío, se han llevado esa puntita de ilusión que uno tenía dentro. La ilusión de una caricia al despertarse, de una mirada cómplice.

Las golondrinas me han recordado mis gaviotas. Mi mar. Y la morriña se me ha subido a los ojos con todo lo demás, desbordándolos. Llevo toda la mañana poniéndome el audio de este vídeo en loop (trabajo con los auriculares puestos). Necesito ver el mar, escuchar a las gaviotas, como éstas de este audio que me acaricia el alma triste, hoy.

El equinoccio ha sido ayer, 20 de marzo, a 5:14. Los equinoccios, los solsticios (lo crean o no, a mí me da francamente igual) me afectan. Las semanas alrededor de los equinoccios y los solsticios me ven siempre alterado. Me habría tenido que dar cuenta. Pero este año no me fijé: estaba demasiado perdido en otras cosas. Si es posible permitirse decir esto, ahora entiendo más lo que me pasó el sábado. Este sábado esa alteración me jugó una mala pasada y en una corazonada estúpida me cagué la noche. 

Las gaviotas son alegres. Y alegremente tristes. Yo he crecido con esto en los oídos. Alguien que no sea de mar no puede entender hasta el fondo de lo que estoy hablando: tener el mar delante, esa apertura verde, azul, infinita, viva. Sobre todo eso: viva. Porque el mar respira. El mar ronronea, el mar refunfuña, el mar aulla (el mar, sí en masculino. Porque el mar es varón, un viejo varón de barbas y ceño fruncido, pero bueno, como un buen tío-abuelo). Tener esa apertura delante, cada mañana, ese horizonte abierto, es algo que quien lo ha tenido y lo ha perdido sabe que no tiene precio: es el sabor de la libertad, o algo así (la libertad tiene que saber a algo ligeramente salado, azul y ligero, como el agua del Mediterraneo)… Y luego, ahora, esta realidad mía de vivir cercado, sin horizontes a la vista, mirando antenas y tejados… Hay gente que viene a mi terraza y dice "qué bonita vista". Pasaba lo mismo en Madrid. Os lo confieso: siempre he asentido, siempre he dicho que sí, pero nunca lo he entendido. Una vista de tejados de ciudad… nunca me ha parecido bonita sino artificial, sucia, pobre, triste.

Con el mar al fondo, (estoy imaginándolo ahora) ya sería otra cosa.

Se me ha quedado cierta tristura en los huesos, y rabia, tras este fin de semana (he celebrado mi cumple). En ciertas cosas debo parecer antiguo, o viejo. Me solivianta la falta de respeto que algunos demuestran: invito a un tío recién conocido que acaba de llegar a la ciudad a mi cumple, para que conozca gente, haga contactos… Yo he cambiado de lugares, ciudades, países, y sé lo preciado que es encontrar a alguien que te eche una mano (yo aprecio la hospitalidad: he vivido en mis carnes lo sagrado que es). Le  abro las puertas de mi casa —that's ma' home, mate— y él se pasa el día y la noche pasándose por el forro algunas de las normas naturales de convivencia más básicas. (Mi amigo David discreparía sobre esto de las normas de convivencia más básicas, pero él aún vive en un mundo donde las ideas vuelan aún alto y priman sobre el pie en la tierra. Uno, cuando pasan los años, acaba resolviendo que lo relativo no es, al final, tan relativo: la antropología te enseña lo relativo, te destruye esquemas, y luego te vuelve a enseñar que… eso: lo relativo no lo es tanto, al fin y al cabo.)

Es extraño estar aquí, pantalla iluminada y cursor parpadeando mientras en mis oídos siguen resonando los gritos de estas gaviotas grabadas. En loop. Me siento raro: hay cierta disociación extraña y para evitarla me digo que podría estar escribiendo en mi portátil en la casa en la que viví en Pontevedra, escribiendo al lado de la ventana; o en ese bar del puerto de Vasto, allá en Italia; o en la casa de Lorna, sobre los acantilados de Elgin, en las Highlands. Pero yo ya no sé mentirme. Ni quiero: he aprendido los efectos devastadores que mentirse a uno mismo tiene sobre el alma. Y no quiero volver a pasar por ahí.

Así que miro fuera de la ventana y sé que estoy en mi despacho, que me he tomado un tiempo para escribir y vaciarme aquí, que allí fuera hay edificios y el río y otros edificios. Hay árboles y más edificios aún.

Con el mar al fondo, (estoy imaginándolo ahora) ya sería otra cosa.

Creo que este finde me iré a la playa. A escuchar a las gaviotas.